En las sesiones recientes con mis clientes he vuelto a un elemento básico de suma importancia: la escucha. Ha sido muy interesante para ellos y para mí recobrar la noción de que el proceso de abrir la percepción, para que nuestras interacciones sean más profundas y nuestros procesos de comunicación más efectivos, pasa primero por sensibilizar mis sentidos hacia mis emociones, sensaciones y pensamientos.
Generalmente empiezo a darme cuenta que requiero atender mi dinámica de comunicación porque aparece alguna reacción imprevista en mis interacciones habituales: un sobresalto inesperado, una nueva forma de miedo escénico hasta ese momento no experimentado, impaciencia frente a alguna actividad, cambios en la voz o en la respiración, entre otros. Puede comenzar como algo sutil, o como una reacción fuerte frente a alguna nueva situación que se presente, pero lo cierto es que constituye una señal que indica una zona de riesgo, dicho de otro modo, un espacio de expansión de la expresión.
Es común que frente a esas manifestaciones nuestra tendencia inicial sea a enfrentarlas para eliminarlas lo antes posible: “no puedo titubear en una entrevista”, “no me puede faltar el aire en una presentación”, “no puedo olvidar un punto esencial cuando estoy presentando información”; pero lo que les sugiero es que pongan atención a esa expresión inesperada, reconozcan dónde se encuentra y de qué manera se presenta, para convertirla en un aliado.

El camino que suelo recorrer junto a mis clientes para ellos inicia en la respiración, el repaso sobre las sensaciones corporales, la revisión de las ideas que suele manifestar, la valoración de sus expresiones en función de los objetivos que deseo alcanzar, el contacto con la dimensión emocional de los procesos de comunicación o intervenciones frente a audiencias; el paso final está constituido por la integración de estos elementos en la dinámica expresiva.
Cada vez queda más claro aquello de que el mejor comunicador es aquel que sabe escuchar.